—Bueno, ya debo irme.
Gracias por ayudarme a empacar.
Todo lo encontrarás a la vista
en la habitación, el vestidor o el cuarto de baño.
Ah, por cierto, mi cuaderno de poemas
está en el cajón de la mesa de luz.
Toma la precaución de no olvidarlo.
Y luego pienso,
que no olvide mis poemas por favor.
A veces creo que son lo más propio
y valioso que tengo.
Los corceles alados de mis emociones.
Las ostras profundas de mis sentimientos.
Mi huerto de nostalgias, sueños y tristezas.
El caldero donde bullen inconmensurables,
las palabras sosegadas, fervientes y sinceras;
donde adquieren su intrínseca tensión
y toman su sabor los versos,
que deben sacarse justo a tiempo:
ni demasiado crudos, ni demasiado hechos.
Ah sí, mis poemas...
Comenzados como un juego inocente,
en madrugadas de un insomnio blanco.
Y luego algunas veces me traicionan, se sublevan,
clavándome ásperos puñales
de recuerdos ingratos y sombríos.
Y en todos ellos estás tú,
mi siempre anticipado
amor desconocido,
quimera de una intuición nunca vivida
que me alentaría a escribir por siempre.
Pero un día apareciste de la nada,
como una luminosa exhalación del paraíso,
intempestivo y angélico, tan real,
como una manzana que diera en mi cabeza,
aunque me cueste creerlo todavía.
Y todas las gravedades y relatividades de mis versos,
la infalible fuerza de atracción de mi poesía,
transmutó como una ligera fórmula de alquimia
o el trazo ambiguo de una imaginación desaforada.
Pobrecitos mis poemas,
mis queridos compañeros del silencio,
convertidos con tu arribo
en una montaña de escombros no llorados,
una apenas virtuosa reseña
de vivencias, sentimientos y paisajes.
Ellos eran mis voces interiores,
mi calma en la tormenta,
la belleza en cada lágrima,
la pena compartida y consolada en otros corazones.
Con ellos busqué la vida más allá de la vida,
alguna fortuita metáfora, que me hiciera un lugar
en un perdido jardín de la memoria.
Ya nada significan ahora los perennes laureles.
Expusiste su disfraz de magníficos colores,
cayeron sus exquisitas máscaras sonoras:
la comedia e finita.
Tu brillo los ha devuelto al opaco papel
en donde un día de mi niñez los desperté,
como duendes protectores que me ayudarían
a sobrevivir en un mundo desalmado.
Me has traído el amor,
pero he perdido
la fiel necesidad de la palabra.
Ay mis poemas...
que será de su murmullo en la soledad del alba,
si no son más que el ensueño
de una intimidad sin importancia,
si no son más que hermosas caricias
de todas las huellas que conducen a ti.
Tu abrazo los ha vuelto tan inútiles
como profetas que anuncian
en sus propios desiertos,
como alguaciles que apenas anticipan la lluvia.
Pero tú eres la lluvia misma
del agua más intensa
que un alma pueda beber...
Ah, por cierto,
el libro de poemas que está en el cajón de la mesa de luz,
puedes dejarlo allí.
Me pesará llevarlo, ahora que voy contigo.